La medida con la que estimamos el tiempo, los años, me marca ya una cifra adulta, pero yo sigo ignorando las razones de tanta ignorancia. Así que tendrán que perdonarme que intente recorrer este camino que dicen va desde la ignorancia hasta las sinrazones de la intuición. Intentaré recorrerlo de la mano de los sentimientos. O como pueda, porque mi memoria no es . precisamente lo que se dice una buena memoria. Solo obedece a la razón.
Así que tendré que hacer un esfuerzo para evitar la atrofia de mis sentimientos, ya que desgraciadamente los sentimientos los solemos perder como los paraguas en verano, sin saber dónde los hemos dejado. Conozco demasiada gente culta, incluso muy culta, pero extremadamente pragmática que cuando escucha las sinrazones de un intuitivo siente vergüenza ajena. Sospecho que tanto pragmatismo debe ser consecuencia de haber perdido los sentimientos como los paraguas , sin saber cómo ni dónde los han dejado.
Estas notas que tengo la intención de ir recopilando, si dispongo del tiempo y la constancia necesarios, serán un caos. Por esta razón –o sin razón, que tanto me da– quiero dedicárselas a tanto pragmático como nos rodea, con la ingenua esperanza de que si alguna vez, por esos azares que tiene la vida, llegaran a leerlas, esa vergüenza que sienten hoy no les sea tan ajena mañana.
Los recuerdos, porque no serán otra cosa lo que acuda a mi mala memoria, o yo a ella, serán historias que sucedieron en el campo de batalla que crearon en mí la razón y mis sentimientos, en sus irreconciliables relaciones, ya que estoy convencido de haber sido y seguir siendo víctima inocente del juego sucio que mi pragmática razón, con la ayuda de mi mala memoria, ha utilizado en sus relaciones con mis sentimientos.
No me será nada fácil ser imparcial, ya que mi razón se ha comportado y sigue comportándose, como dueña y señora de mi cerebro, obligando a mis sentimientos a humillantes servilismos. Este primer recuerdo creo que será un buen ejemplo de las dictatoriales formas que utilizo con una bienintencionada intuición que creí recibir. Para mi desgracia, las intuiciones son la única forma de comunicación que mantengo con ese desconocido que habita en mí, y que sigo siendo yo.
No tengo conciencia de cuándo empezó esta guerra civil entre mi razón y mis sentimientos. Yo la recuerdo desde niño, y sospecho que ha sido causa de alguno de esos complejos que me han amargado la vida, no lo sé. Lo que sí sé es que la guerra todavía existe y que sigo siendo su campo de batalla, y, como consecuencia de ello, su víctima.
Como decía, creo que la razón se comporta en mi cerebro como dueña y señora. No sé cómo logró este poder, aunque puedo adivinar por sus formas represivas que debió de ser por la fuerza. Sospecho que quien envía esos angustiados mensajes que llamamos intuiciones estuvo en el bando de los perdedores y, como tantos perdedores, fue condenado al exilio, porque las intuiciones se parecen más a mensajes clandestinos que a formas dialogantes entre dos partes interesadas en un todo. La angustia y las dificultades con que se expresan las intuiciones me hacen sospechar que se atribuyen una misión correctora. Dan la sensación de querer acelerar los lentos procesos deductivos que recorremos de la mano de la razón. Estos mensajes supuestamente clandestinos se componen de dos partes, de dos mitades que se atropellan entre sí. La primera tiene la función de alarma, una alarma angustiada por la urgencia que intenta avisar a mis sentidos de la llegada de un mensaje. Algunas veces la violencia de la alarma, además de despertar mis sentidos, me produce taquicardia. La segunda parte, superpuesta en el tiempo, es el mensaje, un mensaje tan concentrado como una píldora, pero se siente en él la. presencia del conocimiento.
Este mensaje, tan evidente como el sentido común, es a veces dificil de retener y, para mi desgracia, de recordar, ya que demasiadas veces me resulta imposible conectarlo con mi mala memoria.
Es curioso que ni en los sueños ni en las intuiciones tenga protagonismo la memoria. Esto me hace sospechar que la memoria es un siervo de la razón.
Yo siempre había creído que las dos partes de las que se componen las intuiciones eran indivisibles, sin embargo, esta es la historia de una
Si fue, sucedió al final de un verano en Madrid. Hacía muchísimo calor. Debió ser el verano de 1975. Serían como las 9 de la tarde, en los primeros días del curso universitario, en la puerta de una universidad cuyo nombre no puedo recordar, donde Cristóbal Halffter había pronunciado una conferencia. Fuimos muy pocos. El tema de la conferencia había sido la música, aderezada con la ética y los derechos humanos, pero aquellos tiempos no estaban para música ni para ética, ni para derechos humanos.
Hicimos algunos comentarios a la salida sobre el escaso interés que habían demostrado los estudiantes por estos temas, y Halffter, con su fino e inteligente sentido del humor, nos informó de que la música estaba “rodeada de silencio”.
Aquella frase me produjo una gran inquietud. Se me habían despertado todos los sentidos: era la alarma de una intuición. Pero su mensaje no me llegó, y no llegaría nunca.
La frase expresaba una evidencia: todos los sonidos están rodeados de eso que llamamos silencio, pero mis sentidos habían considerado que aquella expresión contenía algo más importante.
Pasó mucho tiempo, años, pero nunca olvidé la frustración que sentí.
Y otra tarde, también de verano, igualmente calurosa, mientras analizaba un cuadro que estaba dando por terminado, tuve la extraña sensación de encontrarme del otro lado de la puerta que me había abierto el comentario de Cristóbal Halffter y creí comprender el mensaje de aquella intuición que nunca me llegó. No me pregunten cómo fue, no lo sé. Solo sé que sucedió, y comprendí que había tardado diez años en desarrollar racionalmente algo que emocionalmente había comprendido en segundos.
En fin, si no fue así, pudo haberlo sido.
Aquella tarde de verano del 75 debí haber comprendido que si la música estaba rodeada de silencio, no era por ser música; era por ser sonido, y que los sonidos, todos, tenían forma, y por supuesto también los silencios, puesto que rodeaban los sonidos. Esta evidencia que me escondió la razón he tardado años en desarrollarla racionalmente. Tampoco comprendí que las voces, por ser sonido, tendrían formas, formas diferentes, porque no pueden sonar igual las voces que interpretan un texto leído en una letra Times que otro leído en una Bodoni o una Futura. Ni en unas mayúsculas o unas versalitas, ni en una fina o una negra; ni en una letra inglesa o una cursiva, etc, etc… Todos estos sonidos tienen formas diferentes.
Tampoco comprendí que algunas personas hablan con mayúsculas, otras en caja baja, muchas en el cuerpo 12 y otras en el 70, y demasiadas en nuestra ilegible caligrafía.
Son infinitas las formas que se desprenden de estas posibilidades. Tantas, que todavía sigo asombrándome por ese universo tan amplio y sutil que me pudo abrir aquella bienintencionada intuición, aquella tarde de aquel verano, pero que mi pragmática razón mutiló.
Yo suelo decirme, porque creo que debe ser cierto, que la pintura, la buena, la que contiene arte, es la forma que adquiere la ignorancia cuando se convierte en sentimiento. Pintar, el acto de pintar, es un diálogo irreflexivo entre mi ignorante consciente y mi conocimiento inconsciente. Pero la relación entre mi ignorancia y mi supuesto conocimiento no es precisamente amable. Mi ignorancia y mi conocimiento no se comunican; creo que solo se entienden a través del acto de pintar, y por eso son tan importantes los mensajes de las intuiciones para mi pintura: necesita ese conocimiento que arroja la intuición a mi ignorancia.
La intuición es la madre de la pintura y la única guía que tenemos para recorrer su camino. Ahora la pintura parece ser muchas cosas: símbolo social, refugio del dinero o producto de consumo. Pero la buena pintura seguirá siendo solo el retrato de los sentimientos, esos sentimientos que estamos perdiendo como aquellos paraguas del verano. Por eso el esfuerzo que se realiza al pintar sea quizá también un intento por resucitar esos sentimientos que han sido parte nuestra, pero que ahora, desgraciadamente, solo se hacen evidentes cuando les une el amor al arte.
Ramón Bilbao